Finaliza un Año Santo Compostelano, un año de gracia que ha permitido brindar, a miles de personas, la oportunidad de adentrarse en la experiencia de ser peregrinos.
Vicente Dongo, alumno del colegio de Manzanares (Ciudad Real), nos cuenta y comparte su experiencia de este verano. Se nota que las palabras brotan de su corazón. Un corazón que se ha sentido tocado por Jesús de Nazaret, un corazón que se ha dejado contagiar por la magia del Camino y el brillo de las estrellas.
Gracias, Vicente, por este artículo tan precioso. Gritamos contigo: ¡ULTREYA! Y SIEMPRE ADELANTE.
Galicia es una tierra preciosa, pero durante el Camino de Santiago yo me he internado por los senderos de otra más frondosa aún: el corazón. Me acuerdo de esa hora de silencio que compartíamos durante los primeros kilómetros de cada etapa, porque, aunque nos costara, sólo en el silencio hay espacio para escuchar. Sólo en ese silencio del interior, que aísla y recoge a uno aunque esté rodeado de mil caminantes más - peregrino arriba, peregrino abajo - se escucha la voz del Cantor, una música inolvidable.
No he caminado solo, nunca. Y al afrontar los inevitables sacrificios de la marcha, el extremo cansancio, la precariedad a la hora de cubrir las necesidades básicas - te pone a prueba el tener un único baño, o contadas duchas de agua fría, o la cancha de un polideportivo como dormitorio, para un millar de jóvenes - la respuesta no ha venido desde la individualidad, sino desde la unión, desde la comunión. Y he vivido cosas increíbles.
Nunca olvidaré a ese chico con tres esguinces (las dos rodillas y el tobillo) al que llevamos a la sillita de la reina desde a la misa, y después a que recibiera la Comunión. O a esa compañera cuyos pies parecían obras de arte contemporáneo, que llegó a perder dos uñas y de la que todos estábamos pendientes. O a otra amiga que me aseguraba que aquella vivencia la estaba enseñando a pedir perdón y a interesarse por los demás, como ella decía, a ser más persona.
Los instantes de decaimiento y sacrificio se me desdibujan, absorbidos por los momentos de canciones de marcha, de risas, de amigos que son más que un recuerdo. ¡Cuántas cosas vividas para estas pocas líneas! Santiago nos aguardaba, tiraba de nosotros. Nos veo entrando en la ciudad como una marea, con la lengua fuera, cantando a pleno pulmón, lanzando vivas al apóstol, a Cristo y al Papa; la gente se echaba a las calles para vernos. Fueron dos días muy grandes los que pasamos allí. La misa celebrada en el huerto de los franciscanos, cruzar la Puerta del Perdón, el abrazo al Santo, la suerte de poder intercambiar unas palabras con don Antonio-María Rouco Varela… y, para mí, el momento del Camino: la vigilia en el estadio San Lázaro.
¡Qué imagen de fe viva, de esperanza! El estado iluminado por mil velas, una en la mano de cada uno, y la Cruz de los Jóvenes, que Juan Pablo II nos entregara años atrás, ante nosotros. Se nos invita entonces, si llevamos dentro de nosotros preocupaciones, temores, pesares, si de veras necesitamos de Su perdón, de Su misericordia: extended la mano derecha hacia la cruz… alzad vuestra mano y dejad todo eso en la cruz, junto a Cristo. Y cuando alzo la mano experimento, definitivamente conmigo, la presencia de Jesucristo, mi Compañero de Camino, aquel con el que he dialogado en la intimidad de mi corazón durante estos días de sacrificio y gozo, y que ahora me dice, nadie te ama como Yo…
El último de los actos de la PEJ, al día siguiente (domingo) fue una multitudinaria eucaristía en el mismo estadio, que concluyó con un recordatorio de la ya inminente Jornada Mundial de la Juventud, próxima parada para todos los jóvenes cristianos del mundo, que tendrá lugar el año que viene en Madrid. (Y yo no me la pierdo)
Como diría el propio Jesús, muchas cosas me quedan por deciros, si quisiera de verdad hacer honor a esta inolvidable experiencia… pero concluiré ya con una sola palabra: gracias. Gracias a Jesucristo, Compañero de Camino, y a María, Madre de todos los peregrinos. Gracias a Madre Mª Jesús y Madre Andrea, que hicieron durante estos días lo que verdaderas madres habrían hecho por nosotros. Gracias a mis compañeros de camino, a los que no olvido y espero ver de nuevo pronto. Gracias a las madres de la residencia concepcionista en Santiago, donde nos sentimos como en casa tras el duro camino, por dar de comer a los hambrientos y de beber a los sedientos. Gracias a todos los que habéis hecho de ésta una experiencia para recordar.
Ah, y una cosa más: la meta del Camino es sólo el principio. El Camino sigue y sigue, y todos somos peregrinos en esta tierra. Y ninguno camina solo.
Vicente Dongo en una de las celebraciones religiosas durante el Camino.
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