Estaba yo
allí en aquel viejo sillón, sollozando, pensando... tenía una angustia en el
pecho que no me dejaba respirar. Por un momento me olvidé de todo, miré a mi
alrededor. Pero no veía más que tristeza, dolor y compasión.
Me fijé después,
en el lugar, un lugar sin sensación alguna aparentemente. Pero esto no es así.
La mayoría de la gente que estaba allí no podía contener las lágrimas. En
realidad sólo en aquella planta. En la 4ª planta. Las demás plantas eran
bastante menos tristes: pediatría, traumatología, dermatología.
Entonces, oí una fuerte voz al
otro lado de la puerta:-¡Familiares del señor García! Mamá se alzó y yo le
agarré la mano con fuerza. Por solo dos minutos, el tiempo necesario para
perderlo, me había olvidado totalmente de la principal razón por la que me
encontraba en ese lugar.
Mi abuelo, mi único abuelo,
aquella persona que no se cansaba nunca de venir a buscarme para ir al parque,
de llevarme a la ciudad, de darme la propina todos los sábados a la hora de la
merienda.
Pero, sin ninguna duda, lo que
más recuerdo de él era la manera tan cariñosa en la que me contaba aquellas
historias que tanto me gustaban. Siempre tenía una para cada momento. Solo
quería que me contara la última historia antes de que él...nos dejara.
Mamá tiró de
mí hacia la puerta de la habitación número 10. Me sobresalté bastante al
encontrarlo lleno de cables y algún tubo. Sólo hacía casi dos años desde que le
diagnosticaron el cáncer.
Él sonrió, pues sabía que yo
estaba allí, que nosotras estábamos allí. Le cogí de la mano. Entonces pude ver
cómo de su delicada muñeca colgaba una extraña pulsera que nunca había visto.
Me estremecí y le pregunté por aquella extraña joya. Era dorada y alzaba una
lágrima azul turquesa, en la cual se encontraba la fotografía de una mujer con
hábito azul y blanco. Se la veía bella y recatada. Mi abuelo la agarraba con
fuerza mientras me decía con una sonrisa:- “Era una muy buena persona, la Madre
de todas las Madres, agradable, pura y correcta como ella sola.” -“¿la conoces
abuelo” pregunté. - “La veía cada día, en mis sueños. Ella me decía lo que
necesitaba oír, me hacía sentir lo que más anhelaba” me dijo. -“¿Y aún la
sigues viendo?” Quise saber. -“Ahora mismo, reflejada en la mirada tuya y de tu
madre” se atrevió a decir. Mamá estaba inmóvil, quieta, con la mirada fija en
aquel colgante dorado. Me dio la sensación de que ya había escuchado la
historia antes. Hace mucho tiempo. El abuelo y ella entrelazaron miradas y
ambos sonrieron.- “Madre Carmen Sallés” dijo el abuelo con fuerza, yo quería
saberlo todo, sobre la última historia. Porque aunque mamá dijera que todo iba
a salir bien, yo sabía que esto era una despedida. Pero el abuelo estaba aún
más débil que antes y preferí quedarme a su lado, callada, pensando en quién
podía ser esa extraña mujer, aunque no tan extraña si mi abuelo veía en mis
ojos su mirada. Así me quedé, al lado de mi familia. En el momento más duro de
mi vida. Pero aguanté el dolor con valentía hasta que un corazón en aquella
sala con el número 10, dejó de latir.
Hoy, cinco
años después de aquel 28 de febrero, aún recuerdo tristemente el olor de aquel
lugar, la alegría de mi abuelo al recordar a aquella mujer, la mirada perdida
de mamá y ese nudo en la garganta que se hacía más y más grande por segundo.
Pero sonrío al recordar a mi abuelo feliz. Hoy, que tras acabar la carrera de
magisterio, he decidido dedicar gran
parte de mi vida a estudiar y seguir los pasos de Madre Carmen Sallés, ya que
era tan importante para mi abuelo.
ANDREA MACÍAS
1 comentario:
BELLA Y CONMOVEDORA HISTORIA, GRACIAS POR COMPARTIRLA CON LOS DEMAS, SALUDOS.
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